Los días tristes y
aburridos porque llueve, ventea y las nubes no nos dejan disfrutar del sol,
invitan a quedarnos en casa que es en donde
se está mejor, y más
calentitos en el caso de que, para
rematar, haga también frio.
Si es un domingo nos
dedicamos a leer, escuchar música, ver
una peli o entretenernos haciendo alguna chapuza en la casa. Pero también
tendremos tiempo de reactivar nuestros recuerdos tan celosamente guardados en
nuestro archivador mental.
En este caso, el de los
recuerdos, me vino uno de repente que os
voy a contar. Se trata de una travesura de niños de 9 o 10 años, cometida por
la pandilla de amigos de todos los días.
Cuando llegaba la
navidad teníamos que hacer el árbol y el nacimiento. En aquellos tiempos, la
década de los 50 era obligatorio hacerlo, no porque nos obligaran nuestros
padres, sino porque nos gustaba hacerlo, y, además, nos proporcionaba una
aventura. Para ello, necesitábamos musgo o hierba especial para extenderla y
poner las figuras, hacer los ríos y
poner las casitas con el portal.
Bueno. Pues ahí
empezaba nuestra travesura, la pandilla de amigos que constaba de 5 o 6
miembros, nos íbamos a la Estación del
Ferrocarril de A Coruña, y andábamos por
las cunetas de las vías del tren. En aquella época eran locomotoras de vapor. Recorridos unos
seiscientos metros aproximadamente, había un túnel que cruzábamos emocionados
como si entráramos en la cueva de los monstruos. Dicho túnel tenía en un lado
un borde de unos 50 centímetros de alto por igual medida de ancho, su piso eran
losetas y por su interior corría el
agua. Bien. Pues subidos a ese borde, en fila de a uno y a buen paso cruzábamos
dicho túnel de unos 400 metros de largo
esperando que no nos pillara el tren.
Al llegar al otro lado,
subíamos al monte y allí se encontraba el mejor musgo del mundo y todo para
nosotros. También levantábamos piedras y cogíamos alguna culebra que podría
llegar a medir 30 o 40 centímetros, creo que se llamaban (escánceres), los
metíamos en bolsas y luego asustábamos a las niñas del barrio. Cuando empezaba
a caer la tarde bajábamos y vuelta a empezar, era la parte más emocionante,
alguno gritaba, “acordaros, si viene el tren nos pegamos todos contra la pared
y aguantamos la respiración”. Hecho. Ya
dentro, cuando llevábamos cien metros recorridos oíamos al
tren y nos entraba el miedo, ya casi encima nuestra nos pasaba el monstruo de acero con un ruido
infernal que hacía que se nos
aflojasen todos los tornillos del
cuerpo. Todos parados y contra la pared aguantábamos la respiración para evitar respirar el vapor que despedía la máquina. Una vez que
el tren había pasado, soltábamos el aire y nos salía con vapor, no dábamos crédito.
Desde luego nos quedaba un tembleque a todos durante unos minutos con el miedo que teníamos dentro. Lo hicimos
unos cuántos años, no recuerdo en estos momentos si fueron cuatro o cinco, pero
por lo menos unas 4 veces nos sorprendió el tren dentro.
Nuestros padres estaban
en la creencia de que estábamos jugando en el barrio como siempre lo hacíamos,
y ya veis, que travesura más irresponsable. Hoy no sería capaz de hacerlo, es
lógico y natural, pero cuando uno es
niño o adolescente….
Hasta pronto..